"PACOS DE FRONTERA"


          El subteniente Fernández intentaba penetrar con su mirada la cortina de nevisca que caía enfrente y alrededor de ellos. Había que seguir, lo sabía. "Cualquier sacrificio es nada comparado con la satisfacción del deber cumplido", había repetido y repetido el mayor Schwarts en la Escuela. Pero había cosas que no podía apartar de su mente. Una novia santiaguina, unos padres que envejecían, un sueldo que no era nada. Una solicitud de traslado que no prosperaba. ¡Paco de Fronteras -se acongojaba- y hasta quizá cuándo!

          A su diestra, levemente atrás, lo seguía el sargento Ramírez. Ducho en el caballo, conocedor del terruño, curtido por años y años de sol, lluvia, viento, nieve y soledad de montaña, Ramírez no necesitaba pensar mucho. El retiro y la jubilación eran algo automático, que llegarían en su momento. No faltaba mucho para ello, así es que ¿para qué preocuparse?. No renegaba de su carrera. Paco callejero al comienzo, cabo segundo y luego primero, esforzarse en la Escuela de Suboficiales y llegar, con temple y tozudez, a sargento segundo y después primero, para en un mañana ya cercano, retirarse de suboficial mayor con hartas medallas y barras doradas, algún billete de desahucio y una pensión escuálida...  Igual, su paso por la institución de los "mártires tempranos", aquellos que caían frente al delincuente y al terrorista, había sido bonita. Para qué negarlo. Hombre de pueblo, recordaba los desfiles desde niño frente al busto de Prat cada 21 de Mayo. Incluso en la sala de su modesta vivienda familiar había una litografía del héroe, flanqueada por la policromada foto de los padres en tenida matrimonial, y otra de su propia boda, menos desteñida. Satisfecho de sí mismo, se sentía chileno y sabía esperar.

           La llovizna y los copos de nieve humedecían el tosco atuendo de paño verde y lo hacían más pesado. Las gruesas bufandas -también de color verde- ocultaban el vapor de las narices del joven y del viejo. Los caballos no usaban bufanda, de manera que sus resoplidos quedaban fotografiados en nubecillas de humo blanco, dando cuenta del frío, del esfuerzo, del tesón ciego, de la disciplina inoculada en la sangre de los cuatro, hombres y bestias. Seres de frontera.

          Faltaba poco para dar por terminado el rutinario patrullaje. Hoy se había desarrollado sin novedades, sin cuatreros, sin contrabandistas, sin argentinos que intentaran escapar de la miseria, eximidos de timbres y papeles, de explicaciones y dinero. El ruido de fondo del radiotransmisor de espalda que portaba Ramírez jamás había dado paso a voz humana o mensaje alguno. Parecía haber sido otra de aquellas jornadas inexplicables para muchos, indiferentes para los apoltronados ciudadanos de café, onerosas y anacrónicas para los señores que ocupaban sillones en el Parlamento. Peligrosas e inoportunas sólo para los irrespetuosos de la ley.

          La tormenta arreciaba. Lo que había sido nevisca era ahora nevazón. La verdosa gorra de piel con orejeras y las antiparras poco servían para aplacar el frío o permitir divisar los metros siguientes del sendero pedregoso y resbaladizo. Las cabalgaduras se mostraban reticentes a seguir. El subteniente Fernández dio una mirada a la esfera grisácea de su reloj, y calculó que habían cumplido su turno, estando ya en la frontera. Prolongar el patrullaje por un par de minutos o un par de cuadras sólo sería celo en el cumplimiento del deber, por lo que ordenó proseguir. Optó por el celo.

          Fue en ese momento cuando ocurrieron dos cosas, casi simultáneas.

          El sargento Ramírez habló por primera vez después de varias horas. "Parece que ya pasamos la raya, mi teniente". El hombre conocía el terreno y apreciaba generalmente bien la extensión de los turnos y las distancias recorridas. Seguramente tenía razón. "Volvemos", pensó el oficial, sin llegar a expresarlo.


          En ese instante, se escuchó el grito. Extraño, desgarrador, inmerso en la nevazón y en la semioscuridad.

          Jefe y subordinado no malgastaron un segundo. Ambos descolgaron de bandolera el fusil de reglamento y pasaron bala sin dudarlo. Fue el mismo segundo que los igualó a ambos en un pensamiento común. La imagen del teniente Merino y sus hombres se les vino clara, patente. Sin ruido, ambos calaron bayoneta.

          "Desmonta y cúbrete", fue la orden en voz baja pero indiscutible que emitió Fernández. El sargento lo hizo sin demora ni respuesta. "Mantener silencio", dispuso el oficial, usando un tiempo verbal que lo hacía aparecer como al frente de un gran contingente. Ramírez se sonrió, pero guardó silencio. "Es su pega -pensó para sí- a estos cabros los preparan para mandar y sentirse héroes, allá ellos".

          Agazapados, alertas, ansiosos, temerosos e intrigados, ambos avanzaron hacia el lugar de donde provenían los gritos y quejidos: un arbusto de montaña, de aquellos que dan refugio y guarecen al ganado en las tormentas. Solo que hoy no había ganado, sino una pareja de pamperos del otro lado de la raya. Él se desesperaba impotente mientras ella pujaba adolorida ayudando a la nueva criatura a ver el mundo.

          Ambos carabineros arrojaron el fusil e hicieron el trabajo. "¡Aunque sea un ché, mi teniente!", dijo el sargento. "Merino lo habría hecho igual", dijo el oficial, en voz alta. "Somos Pacos de Frontera", pensó sonriendo y sin decirlo.

JHOTAPÉ ALEM, www.carabineros.cl